Castillo en el desierto

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jueves, 28 de septiembre de 2017

Hefner: la enésima muestra de la decadencia de Occidente



Antes que nadie se atreva a hacerme comentarios que voy a vapulear durísimamente y sin contemplaciones, por lo que voy a decir, me anticipo y doy muestra de honestidad: sí, soy hombre, uno más, uno del común. En ningún momento hablo desde una posición de altura moral superior a nadie. Tengo la herida del pecado original al igual que el resto de la humanidad, y que a los hombres nos afecta de forma especial en lo concupiscente. Soy católico confeso, y espero serlo mientras siga creyendo que el catolicismo es la religión verdadera y si Dios me concede la gracia y misericordia de anhelar siempre como deseables el bien, la verdad y la belleza. Pero ser creyente no significa ni mucho menos, que se es santo. Tampoco no ser santo y reconocerse pecador, no debería implicar abandonar por ello la fe y dejar de defender lo que consideramos correcto. Esos son sofismas y mecanismos de defensa de gente que por llevar decididamente una mala vida, la justifica, y en su lógica abandona su búsqueda de trascendencia y de ser mejor, para acomodarse a una moral laxa para nadie les vaya a cuestionar.

 Dicho lo anterior, voy al grano: la muerte de Hugh Hefner debería ser motivo de reflexión. Ante los ojos del mundo moderno, quedará como un millonario empresario de una industria que cada vez ha ido ganando mayor aceptación pública, como es la que vehicula la sensualidad y el sexo. Imaginar siquiera que la pornografía y el sensualismo a escala industrial tendrían carta de ciudadanía  en la sociedad, habría sido impensable y altamente escandaloso en otros tiempos, y no los contemos en siglos, incluso apenas en la primera mitad del siglo XX.



Las pasiones son constitutivas del ser humano. En sí mismas, ni buenas ni malas, sino en la medida de adónde y cómo se orienten. Nos inclinan principalmente en nuestra voluntad hacia objetos de los que se desea disfrutar o poseer.  A través de la historia, en diferentes sociedades y culturas se han desarrollado costumbres que dependiendo de las convenciones sociales y normas morales y/o religiosas, se ha decantado por lo licencioso o por el contrario, por premiar al menos en el discurso público, la templanza. Y se ha registrado, también, extremos en estas orientaciones, desde la admisión y proliferación de bacanales hasta tabúes de la sexualidad con su consiguiente sanción a quienes transgredieran al puritanismo dominante.



En occidente, con el espaldarazo de la revolución llamada por algunos “contracultural” de los años 60’s y 70’s, lo sexual pasó de la esfera más doméstica e íntima en la que ordinariamente solía expresarse, a una cobertura y exposición inédita en relación a los siglos precedentes. Obviamente, los fenómenos no surgen de generación espontánea. La modernidad y ciertos matices de visiones humanistas ya venían preparando en la parte intelectual/axiológica, ciertas libertades que sin mayor conciencia de sus fundamentos a nivel de pensamiento, ya se permitían en alguna medida varias personas, no solamente dentro de lo anecdótico y en el hombre de a pie, sino en círculos de poder y de status social alto.



Discútase la “moralidad” o si se prefiere, como a algunos les gusta y se regodean extasiados de insistir, la “doble moralidad” que hasta antes de la revolución contracultural más o menos se mantenía vigente en occidente. Más que dedicarme a hacer una apología de la moral tradicional y cristiana, lo que pretendo señalar aquí es que el hecho que Hefner haya podido hacerse millonario en una industria en la que él fue pionero hubiera sido imposible e impensable en épocas inmediatas precedentes. No solo no hubiera podido: haberlo siquiera intentado le hubiera granjeado un vituperio general y la reprobación activa de la mayoría. Incluida la sanción gubernamental, no solo la religiosa. Y quiero llegar a este punto: no porque la mayoría no contara con sus propias y quizá numerosas fantasías, experiencias, deslices, infidelidades, prácticas y hasta parafilias sexuales, o incluso pláticas impúdicas. No. No era por esas razones. Era porque todavía se conservaba a manera general un sentido mayor del pudor, de que lo sexual, más allá de costumbres que cada quien adoptara, más allá del grado de licencia o templanza, se trataba de algo más íntimo, reducido a manifestaciones más privadas. Las estampas y publicaciones poco pudorosas, aunque existían desde mucho atrás, era material ilegal, se distribuían con poco tiraje y bajo una atmósfera de clandestinidad. Hefner, por el contrario, cual profeta del pansexualismo vigente, anunciaba un cambio dramático, al desvergonzadamente colocar lo erótico y el desnudismo como nueva oferta pública de entretenimiento, destinada a convertirse en una industria de consumo masivo, con la tolerancia del Estado.

¿Qué pensar en este sentido del susodicho magnate del erotismo y la pornografía? ¿Se puede hablar de su labor como un “legado” y de su astucia comercial como “pionerismo”, cual si se tratara de un prohombre de cuya memoria haya que hacerse algún honor? La mentalidad moderna con tendencia al por algunos llamado “progresismo” tenderá a ver en él un empresario exitoso que ayudó a quitarle la marca de tabú al sexo y que llenó de “entretenimiento” a generaciones de adultos (y decenas de miles de menores “curiosos”). En lo que a mí respecta, Hefner no fue más que un cínico viejo degenerado y corruptor, a quien curiosamente las feministas no suelen criticar, a pesar de ser un agente habitual de cosificación de la mujer.



Grandes han sido y honor merecen los que han contribuido al ennoblecimiento de la condición humana por sus aportes en la ciencia, la filantropía, la filosofía, las artes, por su testimonio de fe, por causas justas. Este tipo, apenas y representa a la decadencia de nuestra civilización, que es capaz de encontrar lucro a merced de la explotación de las pasiones, en un contexto donde el sabio, el santo y el sacrificado son marginados o hasta despreciados, en tanto que el mediocre, el cínico y el que se acomoda a lo políticamente correcto, suelen figurar en la conducción de las naciones, en la orientación de los valores, en la producción intelectual, así como en las portadas de las revistas y en la cobertura de los medios de comunicación.


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