Me puedo poner una capa, disfrazarme,
sentirme que soy Superman y no por eso ser un superhéroe. Y si me asaltan y
disparan, no tendré super fuerza ni invulnerabilidad que me protejan.
Puedo tener un par de harapos
caros, de marca, lucirlos con actitud de
pavo real, pero si no tengo una jugosa cantidad de dinero en mi cuenta bancaria
o activos de alto valor, no pertenezco a la clase alta, por más gente de
apellidos rimbombantes o en puestos de poder que pueda conocer y codearme con
ellos.
Puedo saltar de un edificio de 30
pisos, diciendo que la ley de la gravedad es una construcción social impuesta
por los científicos, pero mi curiosa creencia no me salvará de caer y estrellarme
fatalmente dejando un reguero de sangre digno de Tarantino.
El factor común en estos casos y
en tantos más en la vida real incluso, algunos avalados y hasta impuestos sistemáticamente por oscuras
fuerzas intelectuales, sociales y políticas, es aferrarse irracionalmente a
puros deseos, espejismos, ilusiones y falsas ideas que por un lado distorsionan
nuestra percepción de la realidad y por otro, atentan contra el sentido común y
los límites que nos impone nuestra propia naturaleza, que es de una forma
determinada, con características y posibilidades sanas marcadas por el buen uso
de la razón y la voluntad. Cuando ambas
son reemplazadas por el capricho o por impulsos desordenados de decisiones
amparadas en subjetivismo radical y puro, al margen de la sensatez y de la
propia naturaleza humana, así como de la ley divina y natural, terminan en
algún momento cobrando factura, no pocas veces, cara, llena de autoegaño,
dolor, desilusión e incluso, muerte.
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